miércoles, julio 27, 2005

Infamias de la tercera

En Londres, un chaval brasileño salió de casa con gabardina larga para ingresar en la morgue con ocho agujeros de bala. Es un incidente (desgraciadamente tachable de “menor”, pero sin duda uno más) de estos tiempos que Francisco José Hernando, presidente del Consejo General del Poder Judicial, ha calificado (acertadamente, a mi entender) como propios de “la Tercera Guerra Mundial”. No es la lluvia de misiles atómicos que desde hace décadas veníamos asociando a “la tercera”, de acuerdo, pero cuenta con varias de las características de toda guerra mundial que se precie: un inicio puntual (el 11-S frente al asesinato del archiduque y la invasión de Polonia), un mínimo de dos partes claramente diferenciadas (Estados Unidos y sus aliados frente a una red de grupos islámico-integristas y los gobiernos que, supuestamente, la apoyan) y multitud de frentes repartidos por el globo (Irak, Indonesia, Nueva York, Afganistán, Londres, Marruecos, Madrid, Moscú, Egipto, Pakistán…). De paso, si la primera gran guerra nos instruyó en el uso de las armas químicas, si la segunda dejó por legado el bombardeo masivo sobre objetivos civiles y la institucionalización mecanizada del asesinato, este conflicto presenta también su propia aberrante novedad: a la tradicional invasión militar de los unos sobre los otros hay que sumarle el atentado urbano de los otros sobre los unos.

No cabe, en cualquier caso, rasgarse las vestiduras ante el uso de un concepto que intuimos pero que deberá ser ratificado por futuras generaciones de historiadores. Sí, quizá, y ahí es donde las palabras de Hernando bordean la obscenidad, tocaría plantearse hasta qué punto aceptar que nos hallamos inmersos en un conflicto general debe conllevar acciones puntuales como la de la ejecución de Jean Charles de Menezes. Igual que la ocupación de Irak jamás justificará el 7-J (pero lo explica a la perfección, Mr. Blair), el 7-J y los atentados fallidos del 21-J no deben justificar que se dispare sobre cualquier persona que manifieste alguna reticencia a detenerse ante las fuerzas del orden. Mucho menos, que dichas fuerzas alojen siete balas en la cabeza (y una en el hombro) de un sospechoso que, según testigos presenciales, se encontraba ya reducido contra el suelo.

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