Se vienen cumpliendo sesenta años del final de la Segunda Guerra Mundial y, como suele ser habitual en este género de conmemoraciones, los hombres y mujeres de buena voluntad bajamos la cabeza apesadumbrados ante la obscena memoria del nazismo; juramos que aquello jamás volverá a suceder; nos encomendamos a la racionalidad imperante en esta Europa nuestra para alejar todo fantasma relacionado con una locura que, en cualquier caso, conocemos más gracias al mundo del cine que a partir del recuerdo. Olvidamos, con ello, que hace apenas una década el corazón de Europa se vio asolado por nuevos ecos de la sinrazón homicida de estado y/o nacionalidad. Obviamos que en fecha posterior a, por ejemplo, un evento tan significativo y todavía presente como las Olimpiadas de Barcelona, ocho mil seres humanos fueron ejecutados en las afueras de Srebrenica en menos de una semana. No nos reconocemos como testigos inútiles y silenciosos de aquella reedición del genocidio fascista. Desde siempre el Viejo Continente ha pasado también por hipócrita.
Imprescindible, por ello, el toque de atención de Lluis Bassets desde las páginas de El País de ayer. “Europa no existió en un momento decisivo, cuando hacía más falta que nunca”, nos recuerda (y uno admite que, aunque teatral, la irrupción de François Mitterrand en el aeropuerto del Sarajevo sitiado por las tropas serbias fue un gesto político-moral sin la menor continuidad entre quienes dictaban las políticas de la Unión). Y prosigue: “Si hay algo que no ofrece dudas en la vida con frecuencia mediocre de la UE es que su propia existencia constituye el mayor polo magnético de paz y de estabilidad que hay hoy en el mundo. Su ampliación, realizada con el método discutible de la entrada en tropel, ha sido un éxito en cuanto a extensión de la zona de paz, estabilidad y prosperidad que es Europa. ¿Qué sucedería si ahora se diera un parón a la ampliación? ¿Podemos dejar a rumanos y búlgaros en la intemperie? ¿Podemos mandar a los musulmanes bosnios y a los kosovares, a los demócratas serbios y croatas, el mensaje de que se quedarán fuera?”
En estos momentos de crisis, cuando dirigentes y analistas se llenan la boca con conceptos como los del cheque británico o el fontanero polaco, convendría comenzar a recordar que no siempre la idea de una Europa unida fue sinónimo de negocio, de comercio libre de aranceles y de perspectivas de bienestar económico. Y que no debemos dar opción a que futuras películas y conmemoraciones siembren nuevas pesadumbres y nos apunten como partícipes del horror. Srebrenica, en cuanto fruto de nuestra apatía, es el segundo Auschwitz de la conciencia europea. No creo que podamos permitirnos el lujo de sumar un tercero.
Imprescindible, por ello, el toque de atención de Lluis Bassets desde las páginas de El País de ayer. “Europa no existió en un momento decisivo, cuando hacía más falta que nunca”, nos recuerda (y uno admite que, aunque teatral, la irrupción de François Mitterrand en el aeropuerto del Sarajevo sitiado por las tropas serbias fue un gesto político-moral sin la menor continuidad entre quienes dictaban las políticas de la Unión). Y prosigue: “Si hay algo que no ofrece dudas en la vida con frecuencia mediocre de la UE es que su propia existencia constituye el mayor polo magnético de paz y de estabilidad que hay hoy en el mundo. Su ampliación, realizada con el método discutible de la entrada en tropel, ha sido un éxito en cuanto a extensión de la zona de paz, estabilidad y prosperidad que es Europa. ¿Qué sucedería si ahora se diera un parón a la ampliación? ¿Podemos dejar a rumanos y búlgaros en la intemperie? ¿Podemos mandar a los musulmanes bosnios y a los kosovares, a los demócratas serbios y croatas, el mensaje de que se quedarán fuera?”
En estos momentos de crisis, cuando dirigentes y analistas se llenan la boca con conceptos como los del cheque británico o el fontanero polaco, convendría comenzar a recordar que no siempre la idea de una Europa unida fue sinónimo de negocio, de comercio libre de aranceles y de perspectivas de bienestar económico. Y que no debemos dar opción a que futuras películas y conmemoraciones siembren nuevas pesadumbres y nos apunten como partícipes del horror. Srebrenica, en cuanto fruto de nuestra apatía, es el segundo Auschwitz de la conciencia europea. No creo que podamos permitirnos el lujo de sumar un tercero.
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