Ramiro Valestra es un joven informático porteño de presente escaso y futuro no particularmente portentoso que cierto día es llamado a declarar en el juicio contra Li, alias Fosforito, súbdito chino acusado del incendio sistemático de varias mueblerías de Buenos Aires. Pero sucede que, toda vez dictada sentencia, el compatriota de Mao escapa de los guardias, toma a Ramiro como rehén e inicia con él una delirante huida hacia los abismos de la tribulación china en Argentina.
Por algunos céntimos de euro, que no está la cosa para mayores alegrías, enumere sustantivos que suelan venir acompañados por el gentilicio “chino/a/os/as”… Comida. Tortura. Barrio. Tinta. Cajas. Cuento, principalmente… Y, puesto que nadie tiene mejor ni más largo cuento que el nacido a orillas del Río de la Plata, es de recibo que entre ambas culturas se establezca alguna suerte de empatía. Afinidad que el bonaerense Ariel Magnus acaba de oficializar literariamente con esta premiada, muy entretenida obra a vueltas con un “chino expiatorio” (es ocurrencia del autor, no del abajo firmante), su cómplice albiceleste y la peripecia de ambos en la “Argenchina” (al anterior paréntesis nos acogemos). Relato verboso, de sintaxis disparada y (a)ritmo magnífico, que no deja cliché por exprimir y que de todos ellos extrae cuando menos una gracia, cuando más alguna originalidad antropológica y un nuevo retrato de las penurias de una sociedad en permanente estado de descomposición. Entre tanto comentario al pie, observación sagaz, ironía despellejada, cuento dentro del cuento, perorata en jerga, diálogo para besugos (asiáticos o sudamericanos, tanto da), réplica propia del maestro grande del pequeño saltamontes, desvarío manga y cambalache coreano (todo lo amarillo suma), sucede no obstante que la acción se detiene nada más arrancar y no vuelve a ponerse en marcha hasta las postrimerías de la novela. Mal menor sin duda, pero mal que a fin de cuentas acaba lastrando lo que podría haber sido un nuevo título clave de la comitragedia argentina, el primero en clave de ojos rasgados.
(Esta reseña ha aparecido en el número de noviembre de Qué Leer)
Por algunos céntimos de euro, que no está la cosa para mayores alegrías, enumere sustantivos que suelan venir acompañados por el gentilicio “chino/a/os/as”… Comida. Tortura. Barrio. Tinta. Cajas. Cuento, principalmente… Y, puesto que nadie tiene mejor ni más largo cuento que el nacido a orillas del Río de la Plata, es de recibo que entre ambas culturas se establezca alguna suerte de empatía. Afinidad que el bonaerense Ariel Magnus acaba de oficializar literariamente con esta premiada, muy entretenida obra a vueltas con un “chino expiatorio” (es ocurrencia del autor, no del abajo firmante), su cómplice albiceleste y la peripecia de ambos en la “Argenchina” (al anterior paréntesis nos acogemos). Relato verboso, de sintaxis disparada y (a)ritmo magnífico, que no deja cliché por exprimir y que de todos ellos extrae cuando menos una gracia, cuando más alguna originalidad antropológica y un nuevo retrato de las penurias de una sociedad en permanente estado de descomposición. Entre tanto comentario al pie, observación sagaz, ironía despellejada, cuento dentro del cuento, perorata en jerga, diálogo para besugos (asiáticos o sudamericanos, tanto da), réplica propia del maestro grande del pequeño saltamontes, desvarío manga y cambalache coreano (todo lo amarillo suma), sucede no obstante que la acción se detiene nada más arrancar y no vuelve a ponerse en marcha hasta las postrimerías de la novela. Mal menor sin duda, pero mal que a fin de cuentas acaba lastrando lo que podría haber sido un nuevo título clave de la comitragedia argentina, el primero en clave de ojos rasgados.
(Esta reseña ha aparecido en el número de noviembre de Qué Leer)
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