Fue durante nuestra segunda entrevista cara a cara que Chuck Palahniuk me anunció su intención de convertirse en “el Stephen King del siglo XXI”. Puede que, varios años después de aquel encuentro, el viejo Stephen King siga siendo el nuevo Stephen King, pero no andaba muy errado el amigo Chuck al señalar que el miedo ha de beber cada vez más del 11-S y de las asociaciones cibernéticas de pederastas, que el vampiro de toda la vida anda de capa caída mientras el hombre-lobo se halla en serio peligro de extinción. Sucede, por cierto, que esas nuevas formas de terror deberían corresponderse con nuevas formas de expresión. A menos que uno quiera caer de bruces en la amoralidad gratuita, exhibicionista y tediosa de proyectos como este The Flock.
A medio camino entre Centauros del desierto y Seven, The Flock se estructura en torno a un doble eje: 1) la muchacha de 17 años secuestrada, se supone que viciosa y repetidamente violentada, y a la que nos descuidemos asesinada; y 2) el burócrata que pierde por completo las simpatías del mundo al hallarse obsesionado con su trabajo, consistente éste en realizar el seguimiento de hasta un centenar de criminales sexuales que han recobrado la libertad. A la primera le quedan pocos días de vida; al segundo le restan pocos días de trabajo. Pero otro detalle va a unir sus destinos de forma inevitable: los verdugos de la una son las víctimas del otro, pertenecen a lo que él llama su “rebaño” (de ahí el título original). De modo que el atormentado funcionario acaba convirtiéndose en la única esperanza de la torturada jovencita. Y, camino de su inevitable encuentro final, el espectador testimoniará en carnavalesca procesión lo peor de la condición humana en su más sádica y venérea acepción: violadores, pedófilos, asesinos de niñas, fetichistas de los miembros amputados…
Una galería susceptible de poblar cualquier día de la semana las páginas de sucesos de cualquiera de nuestros periódicos. Y es en tal abrevadero (y en su a ratos muy tramposo guión) donde fracasa The Flock. Porque un vampiro tratado de forma esteticista puede perder su contenido poético, pero no dejará de remitir a una tradición mítica ni de sustentarse en un simbolismo centenario. Pero no hay entretenimiento que valga en la presentación videoclipera de una adolescente que llora atada a la cama que pronto se convertirá en su tumba. A falta de distancia, en la ausencia de metáfora, tal forma de pornografía atenta contra nuestra humanidad y, lo que es peor, contra la eficacia de la película en cuanto representante de un nuevo (viejo) género. Claro que, puesto que no acaba de pecar de la misma falta de empatía Andrew Lau en el retrato del personaje de Richard Gere, su labor y la de sus guionistas naufraga menos por falta de pericia que por profundamente misógina.
A medio camino entre Centauros del desierto y Seven, The Flock se estructura en torno a un doble eje: 1) la muchacha de 17 años secuestrada, se supone que viciosa y repetidamente violentada, y a la que nos descuidemos asesinada; y 2) el burócrata que pierde por completo las simpatías del mundo al hallarse obsesionado con su trabajo, consistente éste en realizar el seguimiento de hasta un centenar de criminales sexuales que han recobrado la libertad. A la primera le quedan pocos días de vida; al segundo le restan pocos días de trabajo. Pero otro detalle va a unir sus destinos de forma inevitable: los verdugos de la una son las víctimas del otro, pertenecen a lo que él llama su “rebaño” (de ahí el título original). De modo que el atormentado funcionario acaba convirtiéndose en la única esperanza de la torturada jovencita. Y, camino de su inevitable encuentro final, el espectador testimoniará en carnavalesca procesión lo peor de la condición humana en su más sádica y venérea acepción: violadores, pedófilos, asesinos de niñas, fetichistas de los miembros amputados…
Una galería susceptible de poblar cualquier día de la semana las páginas de sucesos de cualquiera de nuestros periódicos. Y es en tal abrevadero (y en su a ratos muy tramposo guión) donde fracasa The Flock. Porque un vampiro tratado de forma esteticista puede perder su contenido poético, pero no dejará de remitir a una tradición mítica ni de sustentarse en un simbolismo centenario. Pero no hay entretenimiento que valga en la presentación videoclipera de una adolescente que llora atada a la cama que pronto se convertirá en su tumba. A falta de distancia, en la ausencia de metáfora, tal forma de pornografía atenta contra nuestra humanidad y, lo que es peor, contra la eficacia de la película en cuanto representante de un nuevo (viejo) género. Claro que, puesto que no acaba de pecar de la misma falta de empatía Andrew Lau en el retrato del personaje de Richard Gere, su labor y la de sus guionistas naufraga menos por falta de pericia que por profundamente misógina.
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