Me persono en el despacho de Mariano Rajoy en la madrileña calle Génova para explicar al buen hombre (pues eso es lo que transmite: afabilidad) cómo curar las almorranas. No obstante, antes de lograr dar rienda suelta al discurso que muy ufano venía ensayando mentalmente, la lanza de Longinos (*) atraviesa una ventana y ensarta al líder, que fallece con gesto tranquilo, en paz (sin los tics ni la mirada febril de los debates televisivos, vamos). De modo que huyo, busco refugio en los sótanos del edificio, consciente de que sólo podré demostrar mi inocencia ante la policía y, a su vez, sólo ellos podrán salvarme de la rabia de las huestes del PP. Despierto en el momento en que un agente asoma en lo alto de las escaleras que conducen a la habitación en que me encuentro.
(*) Aunque sea físicamente imposible, he visto en plano medio cómo el centurión ejecutaba el lanzamiento desde la calle, el rostro cubierto primero por el casco y la posición de la cabeza, después por el latigazo de la capa.
(*) Aunque sea físicamente imposible, he visto en plano medio cómo el centurión ejecutaba el lanzamiento desde la calle, el rostro cubierto primero por el casco y la posición de la cabeza, después por el latigazo de la capa.
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