A continuación, la versión íntegra de la entrevista con Francisco Casavella que ha aparecido publicada en el número de marzo de Go Mag:
Menudo tour de force el suyo… No sólo en cuanto al trabajo de documentación histórica, sino a la cantidad de ideas que ha volcado en este libro…
Le voy a contar una pequeña fábula. Y digo fábula, porque todos éramos unos animales. Recuerdo mi último año de bachillerato. Ya fueras de matrícula o de suspenso, el único signo de distinción para tus compañeros, lo que te otorgaba clase en la clase, era no reconocer nunca jamás que se estudiaba para un examen. O uno caía con todo el equipo, o era tan listo que sacaba nota sin mirar un libro. Luego estaban los bares modernos donde se alternaba y donde lo más florido del colegio hacía sus pinitos en lo de ser delincuente juvenil en la faceta indumentaria, sexual, musical o en la mera y estrictamente criminal. Pues bien. Llegaba la tarde-noche previa al examen, uno iba a esos bares y sólo encontraba a los académicamente desahuciados. Sin embargo, al día siguiente, todo el mundo declaraba haber estado en el Boira y en Chufo y en el Araña hasta las tantas y, claro, nadie había estudiado. ¡Mentían! ¡Como torpes bellacos mentían! Está mal decir que yo sacaba sobresaliente y ellos aprobado justito. Y parece que sigue estando mal decir que una novela es, ante todo, fruto de una vigorosa imaginación creadora si no se han escrito, con sudor copioso y mucha consulta a Robert Walser o Julien Gracq o Don Delillo o quien sea, esos librillos-ladrillos de cien páginas, cargados de impostada ironía, que suplantan un fingido destilado genial para incautos y entretienen una tarde al año a quienes van para intelectuales de merienda-cena. Me recuerdan, por cierto, a esos auténticos genios que gastaban más horas en redactar las chuletas que lo necesario para estudiar y, al final, los pillaban copiando. Destino glorioso. En resumen: siento curiosidad por muchas cosas, estoy atento, pienso, imagino y me divierto y me emociono antes de que lo haga el lector. Y esa es mi única actividad, y cuando digo única digo toda. Espero que se note lo justo.
Galicia, Roma, Dinamarca, París y el Nuevo Mundo… La colección de escenarios da fe de sus ambiciones. Hace nada, de hecho, me decía que cree “que hay algo ahí que no se ha hecho antes”. Siendo obvio el “ahí”, ¿me define el “algo”?
El reverso o el espectro de una novela de ideas combinado con el reverso o el espectro de una novela de acción mediante un lenguaje que no renuncia a la vitalidad,a transmitir la textura del mundo. Una novela donde los protagonistas –de hecho, el protagonista- no son tanto los personajes sino el legado de esos personajes. Y a ese legado se le puede llamar el esfuerzo del alma, lo verdaderamente humano. Además, y eso no es sólo indispensable, sino fundamental, mediando en una lectura cómica, potente, fluida, emocionante. Ahora que lo pienso, sí, hay que esforzarse mucho para eso.
Pese a los tres siglos de diferencia y el escenario paneuropeo, se trata de una novela absolutamente casavelliana. Así que no le preguntaré si le ha costado abandonar la Ciudad Condal más o menos contemporánea, pues me temo que en absoluto, y sí por ese personaje tan suyo, el muchacho que aspira a hacer su vida y se encuentra en el fuego cruzado entre los que mandan (y a veces toleran) y los que embaucan porque ansían ser tolerados… ¿Qué hay de usted en él? ¿Es inevitable que intentando hacer su vida se le acabe pasando al pobre la vida?
Y al rico. Supongo que hay algo de mí en todos los personajes. Pero, no sé, tiendo por darle primacía a quien se queda al margen de la acción, le roban protagonismo constantemente y mantiene un combate personal, muy privado, que no suele interesar demasiado a los otros personajes. En el Watusi, para Fernando Atienza, era obviamente el mito sobre el Watusi que él mismo había forjado. Aquí es el esfuerzo de Martín de Viloalle para darle dignidad y altura a su trabajo porque esa dignidad es el único pretexto para decir: “He vivido con honor”. Es como el Chandler o el Philip K. Dick de la caricatura, intentando que su oficio sea valorado. Y, ahora que lo pienso, Welldone sería el Guy Debord de las Luces.
Si Lo que sé de los vampiros rehace los capítulos dos y tres del Watusi, ¿existe alguna relación entre los períodos históricos de ambas novelas? En efecto, esa tierra de nadie entre razón y ridículo se parece bastante a la nuestra…
¿Y por qué no la primera parte del Watusi? Me ha hecho usted pensar en que Pepito el Yeyé tiene bastante de Welldone y hasta de Rosella Fieramosca. En cuanto a la razón y el ridículo, he llegado a pensar que, hoy, ayer y siempre, la única razón para vivir –y además una razón bastante buena- es luchar contra lo esencialmente ridícula que es la propia vida. “¿Respecto a qué?”, pregunta alguien. Y ahí te pillan.
A diferencia del Watusi, por cierto, su héroe llega aquí a una especie de culminación: bajo el seudónimo de Chester Winchester (como el enano español en Las Vegas), acaba redactando una obra de teatro que explica el nacimiento de la Ilustración, pasa de testigo inocentón a generador de mitos. ¿En ello consiste la redención? Porque el tono de derrota moral es indiscutiblemente menor, y hasta lo despide encaminándose hacia el lejano Oeste…
Como es un final de todo ambiguo, se permiten toda clase de opiniones. Para mí, la de Martín es una victoria moral. Y quizá más que moral. La única victoria que cuenta, de hecho. Pero, vamos, me gusta su opinión y la respeto. A ver si salen más.
Hablando de culminaciones, esta faena le ha valido ya la vuelta al ruedo del Nadal. Pero, ¿qué más espera de ella? Y, sobre todo, ¿se plantea ya el siguiente paso?
¿Para qué voy a mentirle? Sólo espero hacer casavellistas, mientras me lo sigo pasando bien. Y sólo ellos, saber de su existencia, permitirá que me lo siga pasando bien. A ver si consigo hacer un buen trato con ese puñado de valientes. El siguiente paso es un libro (no me atrevo a llamarle ensayo porque tengo, precisamente, sentido del ridículo) sobre la curiosa relación entre paranoia –o vida paranoica- y literatura. Se llamará “La verdadera historia de la verdad”.
Menudo tour de force el suyo… No sólo en cuanto al trabajo de documentación histórica, sino a la cantidad de ideas que ha volcado en este libro…
Le voy a contar una pequeña fábula. Y digo fábula, porque todos éramos unos animales. Recuerdo mi último año de bachillerato. Ya fueras de matrícula o de suspenso, el único signo de distinción para tus compañeros, lo que te otorgaba clase en la clase, era no reconocer nunca jamás que se estudiaba para un examen. O uno caía con todo el equipo, o era tan listo que sacaba nota sin mirar un libro. Luego estaban los bares modernos donde se alternaba y donde lo más florido del colegio hacía sus pinitos en lo de ser delincuente juvenil en la faceta indumentaria, sexual, musical o en la mera y estrictamente criminal. Pues bien. Llegaba la tarde-noche previa al examen, uno iba a esos bares y sólo encontraba a los académicamente desahuciados. Sin embargo, al día siguiente, todo el mundo declaraba haber estado en el Boira y en Chufo y en el Araña hasta las tantas y, claro, nadie había estudiado. ¡Mentían! ¡Como torpes bellacos mentían! Está mal decir que yo sacaba sobresaliente y ellos aprobado justito. Y parece que sigue estando mal decir que una novela es, ante todo, fruto de una vigorosa imaginación creadora si no se han escrito, con sudor copioso y mucha consulta a Robert Walser o Julien Gracq o Don Delillo o quien sea, esos librillos-ladrillos de cien páginas, cargados de impostada ironía, que suplantan un fingido destilado genial para incautos y entretienen una tarde al año a quienes van para intelectuales de merienda-cena. Me recuerdan, por cierto, a esos auténticos genios que gastaban más horas en redactar las chuletas que lo necesario para estudiar y, al final, los pillaban copiando. Destino glorioso. En resumen: siento curiosidad por muchas cosas, estoy atento, pienso, imagino y me divierto y me emociono antes de que lo haga el lector. Y esa es mi única actividad, y cuando digo única digo toda. Espero que se note lo justo.
Galicia, Roma, Dinamarca, París y el Nuevo Mundo… La colección de escenarios da fe de sus ambiciones. Hace nada, de hecho, me decía que cree “que hay algo ahí que no se ha hecho antes”. Siendo obvio el “ahí”, ¿me define el “algo”?
El reverso o el espectro de una novela de ideas combinado con el reverso o el espectro de una novela de acción mediante un lenguaje que no renuncia a la vitalidad,
Y al rico. Supongo que hay algo de mí en todos los personajes. Pero, no sé, tiendo por darle primacía a quien se queda al margen de la acción, le roban protagonismo constantemente y mantiene un combate personal, muy privado, que no suele interesar demasiado a los otros personajes. En el Watusi, para Fernando Atienza, era obviamente el mito sobre el Watusi que él mismo había forjado. Aquí es el esfuerzo de Martín de Viloalle para darle dignidad y altura a su trabajo porque esa dignidad es el único pretexto para decir: “He vivido con honor”. Es como el Chandler o el Philip K. Dick de la caricatura, intentando que su oficio sea valorado. Y, ahora que lo pienso, Welldone sería el Guy Debord de las Luces.
¿Y por qué no la primera parte del Watusi? Me ha hecho usted pensar en que Pepito el Yeyé tiene bastante de Welldone y hasta de Rosella Fieramosca. En cuanto a la razón y el ridículo, he llegado a pensar que, hoy, ayer y siempre, la única razón para vivir –y además una razón bastante buena- es luchar contra lo esencialmente ridícula que es la propia vida. “¿Respecto a qué?”, pregunta alguien. Y ahí te pillan.
A diferencia del Watusi, por cierto, su héroe llega aquí a una especie de culminación: bajo el seudónimo de Chester Winchester (como el enano español en Las Vegas), acaba redactando una obra de teatro que explica el nacimiento de la Ilustración, pasa de testigo inocentón a generador de mitos. ¿En ello consiste la redención? Porque el tono de derrota moral es indiscutiblemente menor, y hasta lo despide encaminándose hacia el lejano Oeste…
Como es un final de todo ambiguo, se permiten toda clase de opiniones. Para mí, la de Martín es una victoria moral. Y quizá más que moral. La única victoria que cuenta, de hecho. Pero, vamos, me gusta su opinión y la respeto. A ver si salen más.
¿Para qué voy a mentirle? Sólo espero hacer casavellistas, mientras me lo sigo pasando bien. Y sólo ellos, saber de su existencia, permitirá que me lo siga pasando bien. A ver si consigo hacer un buen trato con ese puñado de valientes. El siguiente paso es un libro (no me atrevo a llamarle ensayo porque tengo, precisamente, sentido del ridículo) sobre la curiosa relación entre paranoia –o vida paranoica- y literatura. Se llamará “La verdadera historia de la verdad”.
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