Porque la vida es literatura, y la literatura sueño es: una farsa que se vive como real, una realidad que gusta de disfrazarse, juego de espejos enfrentados que podríamos estar analizando hasta el mismísimo día del Juicio. Intentaremos resumirlo… Nathan Zuckerman es espectro en cuanto recurrente alter ego narrativo de Philip Roth. También porque aquí, septuagenario, tras romper con once años de retiro campestre para regresar a Nueva York a fin de recuperar la juventud perdida (o, cuando menos, el control sobre su vejiga, intervención quirúrgica mediante), se descubre mero apuntador en un torbellino de obras de teatro ajenas; en lo público se muestra indiferente a unas elecciones que la ciudad vive como tragedia (¿qué representa la reelección de George W. Bush para quien leyó los periódicos del día después de Pearl Harbor y el asesinato de John F. Kennedy?), mientras que en lo privado no alcanza a confesar su deseo por una escritora treintañera más que a través de los diálogos que cada noche redacta compulsivamente en la habitación de su hotel, textos que se presentan bajo el desnudo, primordial lema de Él y ella. Ya ven, once años viviendo para escribir y una semana escribiendo por ser incapaz ya de vivir. No es la única ironía de que hace gala esta novela inmensa, flagrantemente literaria.
Roth, junto a DeLillo el autor norteamericano vivo mejor dotado para dar medida narrativa a los tiempos que le han sido contemporáneos, maestro a su vez en el noble arte de describir el propio ombligo (cuando no los genitales), lleva tres décadas recurriendo a Zuckerman tanto para lo uno como para lo otro, lo mismo a la hora de pasar revista a los Estados Unidos de la felación presidencial que para hacer ficción de las presiones que en su momento le conllevó el polémico éxito de El lamento de Portnoy. Ahora, cuando el sexo es un callejón sin salida que revela la cercanía de la muerte, “el escritor fantasma” regresa para regocijo de navegantes y admonición de estudiosos. Cojea, por infantil, la construcción del personaje del joven e impetuoso biógrafo, si bien de sus intenciones para con Lonoff/Malamud brota el genio último de la obra: Roth es Zuckerman pero Zuckerman no es Roth, y viceversa. Tal y como la vida se torna en ocasiones fábula pero la fábula no suele convertirse en vida, y cuán ridículos quienes se crean capaces de explicar la realidad desde la letra escrita. Granos de sémola literaria entre granos de arena vital. Los de una playa soñada a orillas del Hudson, claro.
(Esta reseña ha aparecido en el número de abril de Go Mag)
Roth, junto a DeLillo el autor norteamericano vivo mejor dotado para dar medida narrativa a los tiempos que le han sido contemporáneos, maestro a su vez en el noble arte de describir el propio ombligo (cuando no los genitales), lleva tres décadas recurriendo a Zuckerman tanto para lo uno como para lo otro, lo mismo a la hora de pasar revista a los Estados Unidos de la felación presidencial que para hacer ficción de las presiones que en su momento le conllevó el polémico éxito de El lamento de Portnoy. Ahora, cuando el sexo es un callejón sin salida que revela la cercanía de la muerte, “el escritor fantasma” regresa para regocijo de navegantes y admonición de estudiosos. Cojea, por infantil, la construcción del personaje del joven e impetuoso biógrafo, si bien de sus intenciones para con Lonoff/Malamud brota el genio último de la obra: Roth es Zuckerman pero Zuckerman no es Roth, y viceversa. Tal y como la vida se torna en ocasiones fábula pero la fábula no suele convertirse en vida, y cuán ridículos quienes se crean capaces de explicar la realidad desde la letra escrita. Granos de sémola literaria entre granos de arena vital. Los de una playa soñada a orillas del Hudson, claro.
(Esta reseña ha aparecido en el número de abril de Go Mag)
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