lunes, marzo 05, 2007

Purgatorio, éxtasis y gatillazo del Apache y sus Martillos

Dos son los episodios biográficos que deberían ayudarnos a comprender la personalidad futbolística de Carlos Tévez. El uno reza que el agua hirviendo de una tetera fue a derramarse sobre él cuando contaba diez meses de edad, incidente del que resultó la cicatriz que lo marca desde el cuello hasta el pecho. El segundo, anterior incluso en el tiempo, tiene que ver con la triple barra celeste, blanca y celeste que decora su pasaporte...

(Si un ancestro antediluviano del besugo hubiera surcado mares y océanos con maneras y apetitos más propios del gran tiburón blanco, su expresión hubiera sido similar a la que sobre los terrenos de juego gasta Carlos Tévez.)

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Carlos Tévez, conocido por el sobrenombre de El Apache, gusta de atacar a la americana, a campo abierto y con el rostro descubierto, pero conoce también los beneficios de una buena trinchera, del prevenir cuando las cosas van mal dadas en espera de que soplen vientos mejores.

(A día de hoy, Carlos Tévez se encuentra en medio de su propio y personal Somme.)

Fue a finales del verano pasado que Carlos Tévez y su compatriota Javier Mascherano fueron adquiridos por el West Ham londinense, fichaje doble que se festejó desde el club como “el inicio de una nueva era”.

Medio año después, concretamente ayer a eso de las nueve de la mañana, el West Ham se despertaba colista de la Premier League, a diez puntos de la salvación y acuciado por los tejemanejes legales en que se gestó la compra de sus dos estrellas argentinas, la una emigrada ya a Liverpool y la otra parapetada a fin de no inhalar los gases tóxicos que le viene lanzando la prensa británica, ese padrastro vicioso que jamás perdonará que tras veinte partidos un delantero siga siendo virgen.

A las 16:41 hora de Greenwich, no obstante, los Hammers se encontraron ante un prometedor punto de inflexión. Enfrentados al Tottenham en lo que constituye todo un clásico capitalino, con su estadio de Upton Park por escenario, vencían ya 1-0 cuando Tévez lanzó una falta imposible, una hermosa folha seca que brevemente flirteó con las yemas de los dedos de Paul Robinson para a continuación despreciarlas, acariciar en su lugar el travesaño y acabar besando el fondo de las mallas.

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Enloquecido, Tévez se despojó de la camiseta en medio de una atolondrada carrera y, como si de otro domingo de gloria en la Bombonera se tratara, saltó todas las protecciones para abrazarse al público de uno de los laterales del Boleyn Ground, que también perdió la cabeza y pasó a vibrar con violencia propia de la final de una Copa de Europa.

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(Tan precipitadamente orgásmico fue aquel instante que, con una hora de partido ante las narices, el West Ham estaba condenado a los abismos del gatillazo. Primero fue uno de esos penales que te llevan a dudar no ya del cociente intelectual sino de la propia salud mental del defensor -para el caso, el en efecto descerebrado Lee Bowyer. El empate fue fruto del enésimo contraataque. Y, aunque Bobby Zamora consiguió el 3-2 en la primera pelota que tocaba tras salir al campo, a cinco minutos apenas del final del tiempo reglamentario, una falta ridícula de Anton Ferdinand y un saque de esquina a favor espantosamente planteado se tradujeron en sendos tantos para los de White Hart Lane: 3-4.)

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