En Queens, a mediados de los 1970, o bien te dabas a la raqueta cual Jimbo Connors o, enfundado en una chupa de cuero negro, mal te agitabas noche tras noche en la coctelera sónica de los Ramones. Jesse Malin escogió la segunda opción, y a la tierna edad de 12 años lideraba ya una banda de nombre Heart Attack y piezas de lema tan No Future como God is Dead. Aquella escuela (y el graduado como garganta de D-Generation) explican varios de los tics del amigo en la tercera etapa de su carrera, la de cantautor rockero que tanto consigue que Ryan Adams le produzca un disco como que Bruce Springsteen lo deje participar en sus conciertos navideños. Dueño de una de esas voces nasales que sólo se redimen a base de actitud y, ay, autenticidad, Malin presenta aquí su tercer esfuerzo en solitario, un trabajo tan intenso y sudorosamente melódico como el espléndido e inicial The Fine Art of Self-Destruction: doce piezas que parecen emprendidas in media res, más una balada a la que presta voz el Boss, y un chaval que de tanto imitar a sus ídolos acabará alcanzando tal categoría.
(Esta crítica debería haber aparecido en el número de mayo de Go Mag)
(Esta crítica debería haber aparecido en el número de mayo de Go Mag)
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