Se ha dicho que es pornografía. Y, en efecto, una catalogación no muy lejana merecería tamaño despliegue de cabezas cercenadas, miembros rebanados y torsos reiteradamente ensartados. Si no fuera porque, a diferencia del común del cine pornográfico, 300 no halla su sentido en la mera experiencia visual, no nace en el mismo instante en que muere e ignoro hasta qué punto pretende enfervorizar al público con su abanico mutilador (quien disfrute de ello llevaba ya la violencia dentro, me temo).
300 es el retrato de una forma de vida fiel a sí misma incluso cuando se convierte en forma de suicidio. 300 muestra (que no reivindica) una cultura feroz y asentimental, mítica (de ahí el tono legendario) pero terrenamente brutal en todas y cada una de sus manifestaciones. Las interpretaciones baratas (Persia cual Irán, Leónidas como una suerte de sacrificado guardián de Occidente, garante con su sangre de que Atenas pueda seguir dándose a la escultura y la sodomía...) caen por su propia liviandad. 300 incurre, si acaso, en esa vieja travesura narrativa que consiste en generar empatía por un protagonista tirando a peliagudo ("la gente se pone del lado de los espartanos... ¡y están locos" -ha dicho el realizador Zack Snyder), pero este ladrador crepuscular duda mucho que nadie en su sano juicio deseara integrar las perfectísimas filas griegas antes que degustar la sensual diversidad que ofrecen los persas...
Lejos del vulgar panfleto de propaganda bélica, pues, 300 regatea también la vacuidad del exhibicionismo gore al llevarnos a pensar y repensar las motivaciones de Leónidas (notable Gerard Butler). Pero que comprendamos al escorpión no implica que deseemos cruzar el desierto a su lado.
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