(He aquí el texto declamado por este ladrador crepuscular en la segunda de las mesas redondas en las que participó durante el Atlas Literario Español de Sevilla'07...)
Vivimos en un mundo de inmediateces. Un mundo en el que incluso los dos o tres pasos de rigor hacia la suspensión de la incredulidad comienzan a antojársele a más de uno una pesada caminata, quizá por la cantidad de veces en que ya los hemos dado. Y el hastío se produce a ambos lados de la línea de creación: malditas las ganas que tengo yo de incurrir en descripciones meramente localizadoras, a menos que busque crear ciertas sensaciones en el lector amén de informarle.
El caso es que, frente a este hastío, o te pones estupendo y creas tu propio Macondo o te lanzas a explicar lo que te es estrictamente contemporáneo. Lo bueno del segundo caso es que no necesitas ser un genio, no se ha hecho antes y siempre habrá alguien necesitado de que le ayuden a comprender cuanto le rodea. Llegado este punto, el autor puede tanto ejercer de maestro de ceremonias (como Don DeLillo en la reciente Falling Man, por ejemplo) como confundirse en el foso de la orquesta (y pienso ahora mismo en firmas en su momento consideradas “generacionales desde dentro”, como la de José Ángel Mañas por ejemplo). Y el género novelístico sigue tirando hacia delante y, de algún modo, tanto lectores como escritores continúan felices a lo suyo.
Hay en esta mesa nombres mucho más dotados a la hora de hablar del paso de la realidad a la ficción: Gabi, Ricard y Álvaro lo han hecho de forma excelente en alguna ocasión... Pero a mí me gustaría comentar brevemente la opción opuesta, la de quien cruza esa frontera desde el país de la fábula.
En mi primera novela adulta publicada, Sorbed mi sexo, quise efectuar un trayecto a la vida del famoso chef francés Paul Boissel, que como todos recordarán acabó con su vida cercenándose el pene hará ahora quince años. Bueno, en realidad no todos lo recordarán, porque Paul Boissel jamás existió, al menos no como Paul Boissel. Pero sí como el mejunje de diversos personajes y situaciones que se cocían dentro de mi cabeza.
Todo escritor que se precie les dirá que sus personajes quizá no existan, pero que en cualquier caso merecían ser inventados. Y que qué mejor manera de solventar esa ausencia que dándoles vida entre sus lectores.
Porque para el libro me serví de una falsa investigación periodística, porque le presté la forma de una falsa biografía, intuí que la mejor manera de construir un puente hacia la veracidad de Paul Boissel era comenzar mintiendo sobre mí mismo, el autor. Así, me sumé una década de vida, me otorgué la nacionalidad francesa, me concedí un título universitario del que carezco, me adjudiqué otra obra biográfica que sí había escrito pero jamás publicado y convertí el resultado, que desde luego ya no era yo, en el segundo personaje más importante de la obra.
Y creo que funcionó. No es ya que enla Biblioteca Nacional se preguntaran cómo podía haber dos Milo J. Krmpotic’ publicando en el mundo (yo me pregunto cómo puede haber uno). Ni que la Fnac destinara el libro a la sección de narrativa extranjera. Gente de círculos más cercanos comenzó a comentar lo bien que me conservaba, que ignoraban que hubiera nacido en París y que de un modo u otro recordaban el suicidio de Boissel.
Con todo esto, supongo que lo que quiero decir es que existen aún salvoconductos que permiten cruzar la frontera. Y que quizá uno de ellos consista en sacrificar al autor por el camino.
Se arriesga quien opte por esta vía, y el reciente caso J.T. Leroy lo acredita, a ser tachado de falso. Pero tal acusación debería sonar a obviedad en los oídos del profesional de la novela.
Porque en ella todo debe ser verdad y, por tanto, todo debe ser mentira.
Vivimos en un mundo de inmediateces. Un mundo en el que incluso los dos o tres pasos de rigor hacia la suspensión de la incredulidad comienzan a antojársele a más de uno una pesada caminata, quizá por la cantidad de veces en que ya los hemos dado. Y el hastío se produce a ambos lados de la línea de creación: malditas las ganas que tengo yo de incurrir en descripciones meramente localizadoras, a menos que busque crear ciertas sensaciones en el lector amén de informarle.
El caso es que, frente a este hastío, o te pones estupendo y creas tu propio Macondo o te lanzas a explicar lo que te es estrictamente contemporáneo. Lo bueno del segundo caso es que no necesitas ser un genio, no se ha hecho antes y siempre habrá alguien necesitado de que le ayuden a comprender cuanto le rodea. Llegado este punto, el autor puede tanto ejercer de maestro de ceremonias (como Don DeLillo en la reciente Falling Man, por ejemplo) como confundirse en el foso de la orquesta (y pienso ahora mismo en firmas en su momento consideradas “generacionales desde dentro”, como la de José Ángel Mañas por ejemplo). Y el género novelístico sigue tirando hacia delante y, de algún modo, tanto lectores como escritores continúan felices a lo suyo.
Hay en esta mesa nombres mucho más dotados a la hora de hablar del paso de la realidad a la ficción: Gabi, Ricard y Álvaro lo han hecho de forma excelente en alguna ocasión... Pero a mí me gustaría comentar brevemente la opción opuesta, la de quien cruza esa frontera desde el país de la fábula.
En mi primera novela adulta publicada, Sorbed mi sexo, quise efectuar un trayecto a la vida del famoso chef francés Paul Boissel, que como todos recordarán acabó con su vida cercenándose el pene hará ahora quince años. Bueno, en realidad no todos lo recordarán, porque Paul Boissel jamás existió, al menos no como Paul Boissel. Pero sí como el mejunje de diversos personajes y situaciones que se cocían dentro de mi cabeza.
Todo escritor que se precie les dirá que sus personajes quizá no existan, pero que en cualquier caso merecían ser inventados. Y que qué mejor manera de solventar esa ausencia que dándoles vida entre sus lectores.
Porque para el libro me serví de una falsa investigación periodística, porque le presté la forma de una falsa biografía, intuí que la mejor manera de construir un puente hacia la veracidad de Paul Boissel era comenzar mintiendo sobre mí mismo, el autor. Así, me sumé una década de vida, me otorgué la nacionalidad francesa, me concedí un título universitario del que carezco, me adjudiqué otra obra biográfica que sí había escrito pero jamás publicado y convertí el resultado, que desde luego ya no era yo, en el segundo personaje más importante de la obra.
Y creo que funcionó. No es ya que en
Con todo esto, supongo que lo que quiero decir es que existen aún salvoconductos que permiten cruzar la frontera. Y que quizá uno de ellos consista en sacrificar al autor por el camino.
Se arriesga quien opte por esta vía, y el reciente caso J.T. Leroy lo acredita, a ser tachado de falso. Pero tal acusación debería sonar a obviedad en los oídos del profesional de la novela.
Porque en ella todo debe ser verdad y, por tanto, todo debe ser mentira.
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