THE OFFICE - ¿La dignidad del trabajo?
A los ingleses se les da bien el té. A veces el fútbol. Los pasteles de relleno infame. El pop, definitivamente. Y la comedia televisiva. Pero, pese a su amplio historial en este último terreno, ninguna de sus series había conquistado Estados Unidos como The Office. Ricky Gervais, su co-director y protagonista, es el equivalente catódico de los Beatles. Más o menos.
”No soy de por aquí. Vengo de un pequeño lugar llamado Inglaterra. Solíamos dominar el mundo antes que vosotros”. Así abordó Ricky Gervais su discurso de agradecimiento tras recibir el Globo de Oro 2004 al mejor actor en una serie de televisión musical o de comedia (algo inédito en producciones procedentes de la pérfida Albión). En cuanto al modo de concluirlo... Convengamos en que no lo hizo, pues resultó necesaria una orden de desalojo para que abandonara el escenario. Ése es Gervais, un sujeto de humor afiladísimo, verborrea compulsiva y risa enervante que encontró el papel de su vida al ponerse en la piel de David Brent, el mánager de la sección de ventas de una empresa papelera de la británica e insulsa localidad de Slough. Porque Brent tiene mucho de Gervais (lo mismo que el Bob Harris de Lost in Translation está construido a imagen y semejanza de Bill Murray –por cierto, también premiado en la gala de los Globos de este año). Y, tras repasar los documentales de rodaje que acompañan la edición en DVD de las dos temporadas de The Office (doce capítulos a los que cabe sumar los dos episodios especiales estrenados en el Reino Unido estas últimas Navidades), uno alcanza la sospecha de que Gervais sólo puede y debe ser administrado de ese modo: actuando y en dosis inferiores a la media hora. En caso de exposición prolongada o, Dios no lo quiera, respuestas adictivas no dude en acudir al psicoterapeuta más cercano.
Un supuesto documental de la BBC sobre las personas humanas que día a día se ganan el pan en una oficina tan excitante como la ropa interior de Ana Palacio... Tal es el punto de partida de la serie. Así, las entrevistas individuales sobre los puntos candentes de la convivencia laboral se ven puntuadas por secuencias rodadas cámara en mano, retratos al estilo Dogma que atestiguan las ingenuidades y vilezas en que solemos caer cuando creemos que no hay espectadores que den cuenta de nuestros actos. Más allá de Brent y sus diversas vocaciones frustradas (músico, agitador social, cómico, motivador, jefe comprensivo), conocemos a Tim (Martin Freeman), responsable de ventas casi treintañero y aún residente en el domicilio paterno que está secretamente enamorado de Dawn (Lucy Davis), la rubia recepcionista que tiene un novio cachas en el almacén y a la que también pretende Gareth (Mackenzie Crook), el pelota de turno, sujeto de pocas luces y aún menor entidad física que alberga ideas de bombero sobre un amplio abanico de temas comprometidos: las diferencias raciales, el sexo anal, las películas de Bruce Lee, las fantasías sobre hermanas lesbianas (e incestuosas, se deduce), la importancia de una formación militar...
El humor es en ocasiones delirante, a menudo sonrojante, las más de las veces grotescamente humano. Y en todo ello hay que reconocerle un cincuenta por ciento de méritos a Stephen Merchant, segunda parte dirigente del proyecto y padre del mismo, pues concibió The Office a modo de vídeo casero para un curso de producción de la BBC (los encargados de la cadena le sugirieron entonces que desarrollara las ocurrencias de aquel piloto amateur). Los dos metros largos de altura de Merchant habían coincidido con Gervais en el mundo radiofónico, al que este último llegó tras un periplo digno del personaje que le ha dado la fama: a principios de los ochenta fue miembro de un grupo pop que llevaba por nombre Seona Dancing (sus dos hits se auparon a los puestos 117 y 70 de los charts); a continuación trabajó ocho años como oficinista, ejerció de representante de Suede y, por último, presentó el show Meet Ricky Gervais con resultados no especialmente felices. Doce episodios y dos especiales más tarde, The Office se ha convertido en uno de los clásicos de la pequeña pantalla británica, un producto capaz de cruzar el charco y salpicar los morros catódicos de América. Recientemente, Gervais realizó una aparición estelar en Alias. Y, a punto de embarcarse en una gira de shows hablados por las islas, supervisa el remake estadounidense de su criatura. Preguntado por qué no ha querido protagonizarlo, la perilla más imitada del cinturón industrial londinense contestó: “Nunca me ha importado el dinero. Y no me gusta la fama. Es lo peor de mi carácter: no quiero que me reconozcan cuando voy a comprar pantalones”.
A los ingleses se les da bien el té. A veces el fútbol. Los pasteles de relleno infame. El pop, definitivamente. Y la comedia televisiva. Pero, pese a su amplio historial en este último terreno, ninguna de sus series había conquistado Estados Unidos como The Office. Ricky Gervais, su co-director y protagonista, es el equivalente catódico de los Beatles. Más o menos.
”No soy de por aquí. Vengo de un pequeño lugar llamado Inglaterra. Solíamos dominar el mundo antes que vosotros”. Así abordó Ricky Gervais su discurso de agradecimiento tras recibir el Globo de Oro 2004 al mejor actor en una serie de televisión musical o de comedia (algo inédito en producciones procedentes de la pérfida Albión). En cuanto al modo de concluirlo... Convengamos en que no lo hizo, pues resultó necesaria una orden de desalojo para que abandonara el escenario. Ése es Gervais, un sujeto de humor afiladísimo, verborrea compulsiva y risa enervante que encontró el papel de su vida al ponerse en la piel de David Brent, el mánager de la sección de ventas de una empresa papelera de la británica e insulsa localidad de Slough. Porque Brent tiene mucho de Gervais (lo mismo que el Bob Harris de Lost in Translation está construido a imagen y semejanza de Bill Murray –por cierto, también premiado en la gala de los Globos de este año). Y, tras repasar los documentales de rodaje que acompañan la edición en DVD de las dos temporadas de The Office (doce capítulos a los que cabe sumar los dos episodios especiales estrenados en el Reino Unido estas últimas Navidades), uno alcanza la sospecha de que Gervais sólo puede y debe ser administrado de ese modo: actuando y en dosis inferiores a la media hora. En caso de exposición prolongada o, Dios no lo quiera, respuestas adictivas no dude en acudir al psicoterapeuta más cercano.
Un supuesto documental de la BBC sobre las personas humanas que día a día se ganan el pan en una oficina tan excitante como la ropa interior de Ana Palacio... Tal es el punto de partida de la serie. Así, las entrevistas individuales sobre los puntos candentes de la convivencia laboral se ven puntuadas por secuencias rodadas cámara en mano, retratos al estilo Dogma que atestiguan las ingenuidades y vilezas en que solemos caer cuando creemos que no hay espectadores que den cuenta de nuestros actos. Más allá de Brent y sus diversas vocaciones frustradas (músico, agitador social, cómico, motivador, jefe comprensivo), conocemos a Tim (Martin Freeman), responsable de ventas casi treintañero y aún residente en el domicilio paterno que está secretamente enamorado de Dawn (Lucy Davis), la rubia recepcionista que tiene un novio cachas en el almacén y a la que también pretende Gareth (Mackenzie Crook), el pelota de turno, sujeto de pocas luces y aún menor entidad física que alberga ideas de bombero sobre un amplio abanico de temas comprometidos: las diferencias raciales, el sexo anal, las películas de Bruce Lee, las fantasías sobre hermanas lesbianas (e incestuosas, se deduce), la importancia de una formación militar...
El humor es en ocasiones delirante, a menudo sonrojante, las más de las veces grotescamente humano. Y en todo ello hay que reconocerle un cincuenta por ciento de méritos a Stephen Merchant, segunda parte dirigente del proyecto y padre del mismo, pues concibió The Office a modo de vídeo casero para un curso de producción de la BBC (los encargados de la cadena le sugirieron entonces que desarrollara las ocurrencias de aquel piloto amateur). Los dos metros largos de altura de Merchant habían coincidido con Gervais en el mundo radiofónico, al que este último llegó tras un periplo digno del personaje que le ha dado la fama: a principios de los ochenta fue miembro de un grupo pop que llevaba por nombre Seona Dancing (sus dos hits se auparon a los puestos 117 y 70 de los charts); a continuación trabajó ocho años como oficinista, ejerció de representante de Suede y, por último, presentó el show Meet Ricky Gervais con resultados no especialmente felices. Doce episodios y dos especiales más tarde, The Office se ha convertido en uno de los clásicos de la pequeña pantalla británica, un producto capaz de cruzar el charco y salpicar los morros catódicos de América. Recientemente, Gervais realizó una aparición estelar en Alias. Y, a punto de embarcarse en una gira de shows hablados por las islas, supervisa el remake estadounidense de su criatura. Preguntado por qué no ha querido protagonizarlo, la perilla más imitada del cinturón industrial londinense contestó: “Nunca me ha importado el dinero. Y no me gusta la fama. Es lo peor de mi carácter: no quiero que me reconozcan cuando voy a comprar pantalones”.
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