Era noche cerrada y me caí de la cama. Lo cual no sería del todo correcto: la cama se desplomó, sus patas anteriores habían cedido a causa de un montaje negligente, y mi persona se fue al suelo con metálico estrépito y taquicárdica sorpresa. Tampoco era mi cama, en realidad. Pero me servía de ella en aquellos días, pleno agosto de 1987, la familia paterna (padre y segunda señora, hermanos y hermanastras) reunida en un exquisito paraje de la Costa Brava que respondía, y quizá aún responda, al nombre de Torre Valentina. Tiempos de vacas gordas y de veraneos en concordancia, cuando menos durante la mitad del estío (la otra mitad, bajo tutela materna, era de corte más humilde –cuando no directamente laboral, en la cervecería que mi padrastro regentaba en Castelldefels). Total, que iba la noche por su apogeo cuando me caí de la cama. Y ya no pude recuperar el sueño. Debí de leer un rato, pero ni por esas. Mi pulso continuaba acelerado, y sin duda notaba la molesta presión de las venas parietales contra la almohada. Es así que, para relajarme, apagué la luz y enchufé el walkman a mis oídos. Mi dedo surcó el dial en el acostumbrado zapping radiofónico. Fue entonces cuando escuché por primera vez al Fantasma…
La historia de amor de un servidor con el musical de Andrew Lloyd Webber comenzó aquella madrugada, y se ha prolongado hasta el día de hoy con ciertos fetiches a modo de mojones luminosos: el casete con la banda sonora (reducida, era el único disponible) que a mi regreso a Barcelona corrí a adquirir a Discos Algueró, la camiseta que recibí como souvenir de un viaje paterno a Londres, el libro de Gaston Leroux que devoré con expresión reconcentrada, el CD con la banda sonora (reducida, era el que económicamente me podía permitir) que adquirí cuando la cinta magnética decidió abandonar este mundo de penurias… Todo ello con la postergada visita al Her Majesty’s Theatre de Haymarket como culminante suma y sigue.
Pese a todo, o precisamente por todo ello, no esperaba gran cosa de una adaptación cinematográfica que, aún contando con la bendición de Lloyd Webber (co-autor del guión y dueño de seis de los millones de dólares que sirvieron para financiar el proyecto), venía firmada por un realizador tan poco de fiar como Joel Schumacher. Y debo decir (de acuerdo: no debo, pero quiero) que El Fantasma de la Ópera es no solo tremendamente respetuosa para con el musical que le sirve como base, sino que presenta tres o cuatro instantes de gran fuerza y sugerencia visual, y que hacia su final incluso logra contagiar al espectador un par de gotas de los torrentes de emoción y pasiones que llevan a sus protagonistas a desgañitarse en gorgoritos operísticos. Aprecio, no obstante, un error de cálculo que no por grave dejaba de tener muy sencilla solución. En la secuencia inicial de la película, un prólogo en blanco y negro donde dos de los personajes, ya envejecidos, acuden a una Ópera en ruinas que subasta a precio de saldo algunas de sus reliquias, Schumacher sienta un tono de verosimilitud, no realista, pero sí propio de quien se dispone a contar una historia en términos tradicionales. Ello es responsable de que la aparición del canto como método de transmisión del relato dé, en efecto, el cante. Pero, especial y dolorosamente, lleva a que muchos de los planos con los que el director ilustra los números musicales parezcan más propios de un videoclip hortera que de una superproducción que se pretende, aunque desde la exageración barroca, estéticamente aceptable. Pienso en el telón que se abre para introducirnos en el mundo de Moulin Rouge (“esto es purita representación”, nos dice Baz Luhrmann), o en el niño que pasa las páginas de un cómic al inicio de Superman, por poner dos ejemplos evidentes. Aquí partimos de los recuerdos de un anciano, y es bien sabido que los recuerdos no suelen darse musicados. En su lugar, Schumacher debería haber situado un muñeco de paja ajeno a la historia entre la acción y su narración de dicha acción (¿un contemporáneo a nosotros que asiste a una de las representaciones del musical? ¿un fan de la obra que adquiere el CD de la misma, reducido o no, y se dispone a escucharlo en su domicilio? ¿una introducción documental sobre el que fuera gran fenómeno del teatro londinense a finales de los 1980?). Contextualizada de buenas a primeras, su mirada no habría quedado comprometida en planos que rozan el ridículo (el caballo al que Christine es alzada para recorrer cinco metros escasos o esos candelabros brotando de las aguas al paso de la barcaza del Fantasma, sin ir más lejos), decisiones visuales que ponen en peligro la credibilidad de los actores y que, en definitiva, nada añaden desde la perspectiva del pacto inicial que el espectador creía haber suscrito.
La historia de amor de un servidor con el musical de Andrew Lloyd Webber comenzó aquella madrugada, y se ha prolongado hasta el día de hoy con ciertos fetiches a modo de mojones luminosos: el casete con la banda sonora (reducida, era el único disponible) que a mi regreso a Barcelona corrí a adquirir a Discos Algueró, la camiseta que recibí como souvenir de un viaje paterno a Londres, el libro de Gaston Leroux que devoré con expresión reconcentrada, el CD con la banda sonora (reducida, era el que económicamente me podía permitir) que adquirí cuando la cinta magnética decidió abandonar este mundo de penurias… Todo ello con la postergada visita al Her Majesty’s Theatre de Haymarket como culminante suma y sigue.
Pese a todo, o precisamente por todo ello, no esperaba gran cosa de una adaptación cinematográfica que, aún contando con la bendición de Lloyd Webber (co-autor del guión y dueño de seis de los millones de dólares que sirvieron para financiar el proyecto), venía firmada por un realizador tan poco de fiar como Joel Schumacher. Y debo decir (de acuerdo: no debo, pero quiero) que El Fantasma de la Ópera es no solo tremendamente respetuosa para con el musical que le sirve como base, sino que presenta tres o cuatro instantes de gran fuerza y sugerencia visual, y que hacia su final incluso logra contagiar al espectador un par de gotas de los torrentes de emoción y pasiones que llevan a sus protagonistas a desgañitarse en gorgoritos operísticos. Aprecio, no obstante, un error de cálculo que no por grave dejaba de tener muy sencilla solución. En la secuencia inicial de la película, un prólogo en blanco y negro donde dos de los personajes, ya envejecidos, acuden a una Ópera en ruinas que subasta a precio de saldo algunas de sus reliquias, Schumacher sienta un tono de verosimilitud, no realista, pero sí propio de quien se dispone a contar una historia en términos tradicionales. Ello es responsable de que la aparición del canto como método de transmisión del relato dé, en efecto, el cante. Pero, especial y dolorosamente, lleva a que muchos de los planos con los que el director ilustra los números musicales parezcan más propios de un videoclip hortera que de una superproducción que se pretende, aunque desde la exageración barroca, estéticamente aceptable. Pienso en el telón que se abre para introducirnos en el mundo de Moulin Rouge (“esto es purita representación”, nos dice Baz Luhrmann), o en el niño que pasa las páginas de un cómic al inicio de Superman, por poner dos ejemplos evidentes. Aquí partimos de los recuerdos de un anciano, y es bien sabido que los recuerdos no suelen darse musicados. En su lugar, Schumacher debería haber situado un muñeco de paja ajeno a la historia entre la acción y su narración de dicha acción (¿un contemporáneo a nosotros que asiste a una de las representaciones del musical? ¿un fan de la obra que adquiere el CD de la misma, reducido o no, y se dispone a escucharlo en su domicilio? ¿una introducción documental sobre el que fuera gran fenómeno del teatro londinense a finales de los 1980?). Contextualizada de buenas a primeras, su mirada no habría quedado comprometida en planos que rozan el ridículo (el caballo al que Christine es alzada para recorrer cinco metros escasos o esos candelabros brotando de las aguas al paso de la barcaza del Fantasma, sin ir más lejos), decisiones visuales que ponen en peligro la credibilidad de los actores y que, en definitiva, nada añaden desde la perspectiva del pacto inicial que el espectador creía haber suscrito.
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