El 2046 es una cuarentena. Un ser sin las diversas posibilidades del estar. Una sucesión de túneles cuya entrada no se recuerda, donde la salida deja de ser un fin en sí mismo. Cada cual carga con (y es transportado por) su particular 2046. El 2046 es el abandono, el amor no correspondido pero también el amor despreciado. Y, en efecto, uno suele conseguir el billete jugándoselo todo a la carta más alta.
Me reconozco ligera, intelectualmente en la metáfora propuesta por Wong-Kar Wai, no así desde lo emocional. Mucho se llora por y de amor durante su aterciopelado discurrir. Pero, allí en la sala de cine, mi momento poco tuvo que ver con las imágenes proyectadas contra la pantalla. Por un instante creí percibir el muy sutil aroma que desprendía la piel de la persona sentada a mi izquierda. Y se me antoja mal asunto que el más denostado de nuestros sentidos genere mayor turbación que una estudiada (quizá demasiado) conjunción de imágenes de gran esteticismo y sonidos declarada, reiteradamente dramáticos.
Realidad vs. Ficción, claro. ¿Quién podría compararlas a un mismo nivel? Y, sin embargo, cuan a menudo se solapan, acompañando la segunda a la primera desde esa vía paralela que es nuestro imaginario, quizá nuestro subconsciente. He ahí el conflicto: la mera intuición olfativa no halló pareja de baile en las dos horas largas de voluntarioso despliegue cinematográfico.
Es por ello que me siento impelido a proponer mi propio expreso, el 2051 quizá. O, mejor, el 2074. En 2074, de un modo u otro, cumpliré cien años. Espero no estar ahí para verlo. Espero no estar ahí por un buen motivo. No soy hombre particularmente dado a las certezas. Aspiro, simplemente, a obviar las cuarentenas. Aspiro a ser en las diversas posibilidades del estar. Aspiro al silencio. Mi silencio será señal de paz. El amor debe hablarse en su justa medida, debe hacerse en su justa medida. Pero improbable controlar sus tempos, la multiplicación de las variables en una aventura eminentemente dual. Es así que… ¿Llorar de amor? ¿O se lloraba el desamor, la no correspondencia? ¿O el miedo? ¿La vergüenza? ¿La desnudez que sigue a la exposición? Tentaciones dolientes, hay que convivir con ellas. Ingenuo, porque me sé mutante, me declaro en cambio ilusionado. Sentir, el resto es silencio.
Esta mañana, el 2046 ha pasado puntual a las 5:33. Mis vecinos también deben haberlo oído, pues un minuto más tarde la luz se desplegaba sobre la galería interior (y, por tanto, sobre mis sábanas). He dado dos o tres vueltas en la cama. Y, un día más, he decidido levantarme, aprovechar el tiempo. Tras lavarme los dientes he escupido los habituales rastros de acidez. Y, mientras me duchaba, he creído hallar en el repiqueteo de las gotas los ecos del 2074 de anoche. Anoche, el 2074 estuvo pasando largo rato. Su traqueteo me acunó en espera del sueño. Anoche, el 2074 sonaba a rima anclada en la infancia. Lluvias de verano en larga sucesión de seis sílabas: nibu nibu nibu… Y me dormí. 2074.
Me reconozco ligera, intelectualmente en la metáfora propuesta por Wong-Kar Wai, no así desde lo emocional. Mucho se llora por y de amor durante su aterciopelado discurrir. Pero, allí en la sala de cine, mi momento poco tuvo que ver con las imágenes proyectadas contra la pantalla. Por un instante creí percibir el muy sutil aroma que desprendía la piel de la persona sentada a mi izquierda. Y se me antoja mal asunto que el más denostado de nuestros sentidos genere mayor turbación que una estudiada (quizá demasiado) conjunción de imágenes de gran esteticismo y sonidos declarada, reiteradamente dramáticos.
Realidad vs. Ficción, claro. ¿Quién podría compararlas a un mismo nivel? Y, sin embargo, cuan a menudo se solapan, acompañando la segunda a la primera desde esa vía paralela que es nuestro imaginario, quizá nuestro subconsciente. He ahí el conflicto: la mera intuición olfativa no halló pareja de baile en las dos horas largas de voluntarioso despliegue cinematográfico.
Es por ello que me siento impelido a proponer mi propio expreso, el 2051 quizá. O, mejor, el 2074. En 2074, de un modo u otro, cumpliré cien años. Espero no estar ahí para verlo. Espero no estar ahí por un buen motivo. No soy hombre particularmente dado a las certezas. Aspiro, simplemente, a obviar las cuarentenas. Aspiro a ser en las diversas posibilidades del estar. Aspiro al silencio. Mi silencio será señal de paz. El amor debe hablarse en su justa medida, debe hacerse en su justa medida. Pero improbable controlar sus tempos, la multiplicación de las variables en una aventura eminentemente dual. Es así que… ¿Llorar de amor? ¿O se lloraba el desamor, la no correspondencia? ¿O el miedo? ¿La vergüenza? ¿La desnudez que sigue a la exposición? Tentaciones dolientes, hay que convivir con ellas. Ingenuo, porque me sé mutante, me declaro en cambio ilusionado. Sentir, el resto es silencio.
Esta mañana, el 2046 ha pasado puntual a las 5:33. Mis vecinos también deben haberlo oído, pues un minuto más tarde la luz se desplegaba sobre la galería interior (y, por tanto, sobre mis sábanas). He dado dos o tres vueltas en la cama. Y, un día más, he decidido levantarme, aprovechar el tiempo. Tras lavarme los dientes he escupido los habituales rastros de acidez. Y, mientras me duchaba, he creído hallar en el repiqueteo de las gotas los ecos del 2074 de anoche. Anoche, el 2074 estuvo pasando largo rato. Su traqueteo me acunó en espera del sueño. Anoche, el 2074 sonaba a rima anclada en la infancia. Lluvias de verano en larga sucesión de seis sílabas: nibu nibu nibu… Y me dormí. 2074.
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