Steven “Popcorn” Adler ocupó la posición de batería en la formación original de Guns n’Roses. Hombre de golpes tan contundentes como imaginativos, fue responsable de algunas fases particularmente inspiradas de Appetite for Destruction, álbum capital del hard rock de los 1980. Su adicción a las drogas, no obstante, hizo de él el primer nombre de la que iba a ser una interminable lista de expulsiones y deserciones en el seno de la banda (hoy día tan solo el proyecto personal, megalómano y alucinado de un Axl Rose transmutado en fantasma de la ópera). El año pasado, tras una década larga de travesía por el desierto, Adler se presentó en Barcelona como líder de Adler’s Appetite, grupo dedicado a la revisitación de los clásicos de GN’R que cuenta entre sus filas con otros varios descastados de la escena angelina: Jizzy Pearl (correcta pero nada carismática voz de los simpáticos Love/Hate), Keri Kelli (voluntarioso mercenario de las seis cuerdas que ha pasado por Slash’s Snakepit, Dad’s Porno Mag o Warrant) y Robbie Crane (Ratt). Llenaron Bikini con un show razonablemente entrañable, y prometieron regresar por nuestros fueros en cuanto les resultara posible. Anoche, esto es, apenas doce meses después, Adler’s Appetite visitaron la Sala 2 de Razz con la misma necesidad de cariño pero, es justo reconocerlo, con un concierto bastante más deslabazado que el anterior. Viéndolos sin la menor incomodidad (algo más de media entrada, siendo generosos), mi amigo O. se preguntó qué debía pensar Adler sobre la etapa de los Use Your Illusion, cuando Guns se convirtió en la banda de rock más grande del mundo y el puesto de batería estaba ya ocupado por Matt Sorum. No es cuestión baladí. Imaginen a este hombre entre 1991 y 1993, azotado tanto por los síndromes de abstinencia como por el bombardeo mediático desencadenado por GN’R en aquella época. Véanlo a día de hoy, emocionándose frente al cariño de doscientos, trescientos incondicionales, pero sin duda consciente de que fue su propia debilidad la que le llevó a caer de un Paraíso de audiencias de setenta mil personas, de lujo mastodóntico y de, se intuye, unos beneficios económicos ciertamente apetitosos. El rock, donde el fervor de las masas suele ser un asunto bastante puntual, es fenómeno propicio a la melancolía y al ansia por reverdecer laureles. Y apuesto mis discos de los Beatles a que más de uno debe acabar golpeándose la cabeza contra la mesa de sonido, incapaz de entender el éxito cosechado por alguno de sus trabajos y la inanidad en que se movieron los restantes. Adler es sin duda consciente de cuanto él mismo se arrebató. Anoche, en Razz, cerró su actuación con Welcome to the Jungle; dejó al público con la miel en los labios al no emprender el último (y quizá más emblemático) de los clásicos que debían componer su repertorio. Curiosamente, el que lleva por título Paradise City.
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