Uno de los principales motivos que contribuyeron a la reelección de George W. Bush, también uno de los más obviados por los analistas europeos en las semanas previas a los comicios, tiene que ver con el carácter de comandante en jefe de las fuerzas armadas que acompaña al cargo de presidente de los Estados Unidos de América. Se ha dicho (a toro pasado, que es cuando las cosas se dicen con más posibilidades de acierto) que el pueblo norteamericano no quiso cambiar de caballo en medio del río, con una situación bastante tempestuosa en Irak y una guerra al terrorismo en marcha. Bush, por su parte, acaba de dar comienzo a su segundo mandato con una declaración de intenciones pseudo-bélicas, y aunque la situación en la antigua Babilonia sigue al rojo vivo bien harían los ayatollahs iraníes en ir poniendo sus barbas a remojar (Corea seguirá como asignatura pendiente, que allí ya tienen la bomba atómica para disuadir a posibles libertadores y demás cruzados por la paz y la democracia internacionales). Se siente Bush respaldado por su gente en una campaña alucinada por las dictaduras del tercer mundo. Y, como buen protestante metodista, entiende que tal apoyo es indicativo de que el mismísimo Dios Todopoderoso integra sus filas y bendice sus decisiones. Caso de duda, allí estarán Wolfowitz, Rumsfeld y Cheney para apuntalar su infalibilidad. Y, paso a paso, estaremos acercándonos a la que puede ser una de las legislaturas más nefastas en la ya larga tradición de mandatos intervencionistas propios del imperio de las barras y estrellas.
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