Hubo un tiempo, no muy lejano pero previo al estallido cibernético de finales de los 1990, en que me di a la por entonces excitante disciplina del ‘penpaleo’. Para aquellos que solo han conocido la inmediatez del e-mail, añadiré que el término “correo” presentaba entonces otras connotaciones: hacía falta escribir (o imprimir el texto de word, cuando menos), agenciarse sobres y sellos, acometer laboriosas manualidades con los elementos hasta aquí mencionados, desplazarse hasta un buzón callejero y, por último, caso de contar con el beneplácito de los todopoderosos señores de los Correos nacionales y/o extranjeros, aguardar pacientemente entre una y tres semanas para recibir debida respuesta. Una de mis compañeras en aquella romántica aventura respondía al nombre de Antonella Costa. Se trataba de una joven argentina, aunque nacida en Italia si mal no recuerdo, que aspiraba a labrarse una carrera como actriz. A través de un retrato que me envió deduje que atractivo no le faltaba, así que al talento y la suerte iba a quedar encomendado su destino artístico. Durante meses supe de sus cástings, pequeñas alegrías y medianas decepciones. Hasta que con estrépito me hizo partícipe de su primer gran éxito: la habían escogido como protagonista de un film sobre los años del Proceso, sobre la dictadura y la tortura institucionalizada por personajes tan siniestros como Jorge Rafael Videla (perdona la incoherencia estilística, lector crepuscular, me resisto a utilizar la negrita con él). Me rebeló los entresijos del guión de Garage Olimpo en exclusiva, como quien dice, y solía comentarme cuánto le afectaba documentarse para el papel. El caso es que fue también por entonces que otro reconocido genocida, Augusto Pinochet (sin negrita), fue retenido en Londres a la espera de un examen médico que dictaminara si se hallaba en condiciones de afrontar un juicio por alguno de las decenas de miles de casos de tortura, desaparición y/o asesinato ocurridos en Chile durante su mandato. Y, comentando el tema en una de nuestras cartas, se me ocurrió escribir que la edad y la salud mental de Pinochet impedían una condena como la que merecía, que encerrar a un anciano en una villa de la campiña inglesa no iba a devolvernos gran cosa, que quizá olvidar a los verdugos era el primer paso para dejar de ser víctimas. Y Antonella no volvió a escribirme (mas sí a protagonizar títulos de alcance internacional, como demuestra la reciente Diarios de motocicleta).
Recuerdo el “incidente postal Costa” tras visionar, anoche, Caminar sobre las aguas (Lalecet al hamaim, 2003), film del hebreo Eytan Fox que inauguró la última Berlinale y cuyo argumento sería a grandes trazos el siguiente: un agente del Mossad que responde al nombre de Eyal recibe el encargo de vigilar a los Himmelman, nietos de un criminal de guerra nazi que, tras varios años de retiro argentino, ha desaparecido. Pia Himmelman se enamoró de un israelí y pasa sus días en un kibbutz, donde recibe la visita de su hermano Axel, quien quiere convencerla de que regrese a Berlín para celebrar el cumpleaños paterno. Y, en su papel de guía turístico del muchacho, Eyal deberá enfrentarse a sus prejuicios hacia el pueblo germano, a su actitud hacia el pueblo palestino y, de paso, a una tara de carácter físico que le impide llorar. Bienintencionada, aunque (o quizá por ello) en ocasiones algo ingenua, Caminar sobre las aguas parece decirnos que la dinámica de violencia a la que se encuentra abonado el pueblo judío tiene el perdón como única salida. Frente a una generación que, representada por Menahem, el superior de Eyal, aspira a “adelantarse a Dios” a la hora de aplicar castigos (ya a los antiguos jerarcas nazis, ya a los actuales cabecillas de la revuelta árabe), la responsabilidad moral debe recaer en los jóvenes. No hay propuestas concretas ni ideario político alguno: el film de Fox busca un perfil humanista y sentimental y, por tanto, es probable que convenza a los ya convencidos de antemano. Aunque también podría ser que, en efecto, el tiempo y la desaparición de los verdugos y las víctimas de la Solución Final se convierta en una Solución Primera. Más allá del buen sabor de boca cinematográfico, mis sensaciones sobre el tema siguen nebulosas. “¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?”, se preguntaba Silvio Rodríguez en Playa Girón. O, mejor: ¿hasta dónde llegaremos practicando nuestras supuestas, respectivas verdades?
Recuerdo el “incidente postal Costa” tras visionar, anoche, Caminar sobre las aguas (Lalecet al hamaim, 2003), film del hebreo Eytan Fox que inauguró la última Berlinale y cuyo argumento sería a grandes trazos el siguiente: un agente del Mossad que responde al nombre de Eyal recibe el encargo de vigilar a los Himmelman, nietos de un criminal de guerra nazi que, tras varios años de retiro argentino, ha desaparecido. Pia Himmelman se enamoró de un israelí y pasa sus días en un kibbutz, donde recibe la visita de su hermano Axel, quien quiere convencerla de que regrese a Berlín para celebrar el cumpleaños paterno. Y, en su papel de guía turístico del muchacho, Eyal deberá enfrentarse a sus prejuicios hacia el pueblo germano, a su actitud hacia el pueblo palestino y, de paso, a una tara de carácter físico que le impide llorar. Bienintencionada, aunque (o quizá por ello) en ocasiones algo ingenua, Caminar sobre las aguas parece decirnos que la dinámica de violencia a la que se encuentra abonado el pueblo judío tiene el perdón como única salida. Frente a una generación que, representada por Menahem, el superior de Eyal, aspira a “adelantarse a Dios” a la hora de aplicar castigos (ya a los antiguos jerarcas nazis, ya a los actuales cabecillas de la revuelta árabe), la responsabilidad moral debe recaer en los jóvenes. No hay propuestas concretas ni ideario político alguno: el film de Fox busca un perfil humanista y sentimental y, por tanto, es probable que convenza a los ya convencidos de antemano. Aunque también podría ser que, en efecto, el tiempo y la desaparición de los verdugos y las víctimas de la Solución Final se convierta en una Solución Primera. Más allá del buen sabor de boca cinematográfico, mis sensaciones sobre el tema siguen nebulosas. “¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?”, se preguntaba Silvio Rodríguez en Playa Girón. O, mejor: ¿hasta dónde llegaremos practicando nuestras supuestas, respectivas verdades?
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