Israel se presenta, a día de hoy, como un país de grandes posibilidades. Existe la opción de que te encuentres a cien metros de tu casa, hablando con los amigos del barrio en un banco, y de que el cielo se abra para arrojarte un misil artesanal encima. Es lo que le sucedió a Ella Abukasis, una muchacha hebrea de 17 años que fue herida de muerte por su exceso de celo y reflejos: al oír el proyectil no corrió en busca de refugio, sino que se lanzó sobre su hermano Tamar para protegerlo y recibió en su lugar el impacto de la metralla. Pero la cultura de los espacios cerrados tampoco garantiza la supervivencia, pues se hace perfectamente plausible que te tiroteen en el interior de tu domicilio -o, cuando menos, así han fallecido recientemente dos jóvenes palestinos de Rafah y Jan Yunes. Claro que las perspectivas se multiplican cuando nos enteramos del caso de Salahadin Darahma, chaval de 13 años al que se le ocurrió esgrimir su pistola de juguete frente a un soldado israelí, quien ni corto ni perezoso le descerrajó un balazo en la frente.
Todos estos episodios aparecen reunidos en la página 3 de la edición de hoy de El País. Son noticia por mera acumulación, pues el goteo trágico viene siendo tan continuado que ya no basta un solitario muerto menor de edad para llamar nuestra atención periodística. Además, el titular se refiere únicamente al primer caso, quizá porque, salvo atentado suicida en autobús urbano, el asesinato de adolescentes en Israel es una práctica no tan común como en los territorios ocupados.
A falta de saber si hay algo más allá de la muerte, un único deseo: descansen en paz, algún día, los que a este lado del Estigia restan.
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