A lo largo de su breve pero intensa carrera, José Luís Guerín ha demostrado (más bien nos ha recordado) que hay otras formas de hacer cine. Formas. Pues la realización fílmica no deja de ser el cómo se cuenta un qué, siendo ese qué aquello que el guionista volcara originalmente sobre el papel. En ocasiones, la confluencia entre ambos interrogantes ampara resultados tan felices como Tren de sombras, uno de los títulos más hermosamente indescriptibles a los que este ladrador crepuscular se haya enfrentado. El caso que nos ocupa, no obstante, es representativo de un curioso desequilibrio: la ausencia de contenido y la consiguiente apuesta radical por el continente. 84 minutos de un tipo oteando mujeres por las calles de una ciudad son muchos minutos, sean como sean esas mujeres y sea como sea esa ciudad. De modo que la cosa, antes que narración, deviene mero ejercicio de estilo. Y la poesía, tan necesaria en una propuesta de estas características, tan imprescindible para el cine de Guerín, acaba apenas asomando el hocico.
martes, octubre 30, 2007
"En la ciudad de Sylvia" (y 3)
A lo largo de su breve pero intensa carrera, José Luís Guerín ha demostrado (más bien nos ha recordado) que hay otras formas de hacer cine. Formas. Pues la realización fílmica no deja de ser el cómo se cuenta un qué, siendo ese qué aquello que el guionista volcara originalmente sobre el papel. En ocasiones, la confluencia entre ambos interrogantes ampara resultados tan felices como Tren de sombras, uno de los títulos más hermosamente indescriptibles a los que este ladrador crepuscular se haya enfrentado. El caso que nos ocupa, no obstante, es representativo de un curioso desequilibrio: la ausencia de contenido y la consiguiente apuesta radical por el continente. 84 minutos de un tipo oteando mujeres por las calles de una ciudad son muchos minutos, sean como sean esas mujeres y sea como sea esa ciudad. De modo que la cosa, antes que narración, deviene mero ejercicio de estilo. Y la poesía, tan necesaria en una propuesta de estas características, tan imprescindible para el cine de Guerín, acaba apenas asomando el hocico.
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