Cuando hablar de nada lo es todo... Kurt invita a Mark a una noche de acampada. Conducen. Ponen gasolina. Conducen. Se pierden. Plantan la tienda junto a un vertedero. Disparan balines contra las latas de cerveza que acaban de vaciar frente al fuego. A la mañana siguiente, desayunan en un bar de carretera. Conducen. Aparcan el coche. Caminan bosque a través. Alcanzan su objetivo inicial: unas termas río arriba. Se bañan. Se visten. Caminan bosque a través. Conducen. Conducen. Conducen. Se despiden.
Kurt y Mark. Mark y Kurt. El instinto ladrador-crepuscular me dice que la posición de la 'k' en sus nombres no acaba de ser gratuita. Porque Mark (en pareja, a punto de estrenar paternidad, agobiado por el trabajo y la política de su país) ha dejado atrás a Kurt (solitario, desempleado, interesado únicamente en fumar un porro tras otro). Y los desencuentros, sutiles, clamorosos, se suceden. Kurt no tiene quien lo llame al móvil. Mark no consigue abstraerse. Kurt echa de menos a su amigo. Mark no entiende que haya algo que echar de menos. Kurt habla de nada, pero para él lo es todo. Mark lo escucha todo, pero como si nada. Hasta el instante de la breve, incómoda epifanía...
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